DE LA INFANCIA Y OTROS OLORES O LAS CASAS DE MI INFANCIA.
LA
CASA DE CAMPO
La
casa de campo huele a Navidad, fiesta, charcos, tomateras, animales y aromas
propios de la libertad.
La
casa de campo era una prolongación de la casa del prócer, los abuelos maternos
unos día acá, otros allá, la gran familia de un lugar a otro, habitando dos
mansiones a la vez.
En
la finca veo al abuelo desgranando maíz y acariciando los fríjoles; la abuela
hacía el chocolate y lo servía en la mesa. La cocina, la reina de los sabores
era el espacio del encuentro, por una de sus ventanitas se vía la cima de la
montaña, por la otra la pieza de atrás, donde se veían las altas vigas de donde
colgaba el maíz.
Siempre
me asustaban los cocuyos, no salía sola
al patio mientras estuviera oscuro, temía a los rayos de luz que entraban a la
casa por ese pequeño hueco de la ventana, no sabía de qué se trataba y pensaba
que tal vez era un extraño visitante o un espanto; siempre quise atraparla y al
intentarlo se perdía entre mis dedos. También creía en los seres del más allá y
el más acá.
De
la habitación principal recuerdo el armario de tiempos lejanos, con acabados
majestuosos y los grandes cajones que nunca pude hurgar muy a pesar de mis
deseos.
Al
amanecer y después de una noche de lluvia, el aroma de los árboles se hacía
intenso. Cuando el frío se adhería a nuestra piel, el sol se abría paso y
desgarrando el recuerdo de la noche, secaba las pencas y los juncos que aún
guardaban en su vientre pequeñas gotas de agua.
El
bramido de las vacas despejaba el vapor matutino y el olor de la leche recién
ordeñaba anunciaba un hermoso día. Cerca se escuchaba la canción del pilón y la
maceta ciñendo los granos de maíz a la madera, los tomates se desprendían y
regados en el huerto esperaban que una boca los anidara.
Cuando
comenzaba a oscurecer cerrábamos las puertas, prendíamos las velas y en un
profundo silencio, nos acostábamos a dormir a la espera de ser despertados al
amanecer por el saludo de una vaca.
A
veces bajábamos al estanque, rodábamos en cartones o simplemente dábamos
volteretas girando sobre la grama y llegábamos hasta allí sin un rasguño. La
abuela lavaba la ropa en la piedra mientras nosotros nos tirábamos el agua
recogida y tomábamos el baño matutino junto a la quebrada donde los caballos se
refrescaban y mojaban sus crines con ayuda del abuelo, de allí brotaba agua
cristalina así como brotan los recuerdos mientras escribo. El árbol de largas y
anchos brazos sombreaba la quebrada donde reposaban las aves y en la orilla,
los sueños de nuestra infancia.
Solíamos
tirar piedras al agua solo por el placer de verlas rebotar, hacer hondas e irse
envueltas entre las corrientes; corríamos tras ellas pero nunca las podíamos
alcanzar, fue un desafío constante.
Aún recuerdo aquella tarde cuando mi hermana y
yo jugábamos a nadar en aquella alberca donde tan solo cabía nuestra niñez y en
un instante nos hicimos una en el agua recogida, nos sumergimos afanosamente
para dejar el caballo que decidió volar por encima de nosotras, como Pegaso
rozando con sus alas nuestro temor mientras arropadas por nuestro pánico veíamos
cómo casi nos acariciaba.
En
aquellos tiempos acostumbraba tenderme sobre el verde pastizal y sentir la
hierba merodeando mi cuello; lo hago siempre que puedo. Ahora el olor del pasto
recién cortado me invade y recuerdo cómo después de ser amontonado junto a los
troncos y atados de leña, los pájaros bajaban en busca de alimento y nuevas
razones para volver.
Ese olor intenso palpita en mí más que
nunca y me busco sobre el musgo, entre las hojas en el suelo disecadas como un
pequeño otoño; el tiempo no da espera.
De
mis primero años en esta casa guardo en la piel el olor de la leña extendida en
la grama y su crujir cuando se juntaban con el fuego. Nunca olvidaré los
senderos tapizados por las flores de siete cueros y el anís redimiendo mi
olfato.
Siempre
recordaré el color rosa de las puertas, de cada ventana; cada zócalo quedaré
gravado en mi memoria.
El
campo me dotó de largos silencios, las visitas al panal que crecía en otros
muros, era frecuente; la miel se derretía y el naranjo abría sus puertas para
endulzar nuestras mañanas, las plataneras abrigaban con sus verdes hojas el
paso de la tarde.
El
campo donó a mi niñez el olor de las frutas maduras, el viento frío, el sol,
los arreboles, el contorno de la luna, el color de los siete cueros, el silencio
entrañable y la desnudez. Vivirá en mí el canto de las ranas, el reclamo de las
luciérnagas, los grillos hasta que muera.
Tomado de: VECINDARIOS
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