RECUERDOS DE UN CAMINO.

Todos
en el pueblo sabíamos de la naturaleza y su lenguaje, pero también reconocíamos sus llamados y dolores. No era extraño encontrarnos atrapados en
medio del fango cualquier noche antes de llegar a nuestro destino.
La lluvia caía, nuestros pies se clavaban en el barro,
el pantano cubría nuestros vestidos, los precipicios se hacían cada vez más
frecuentes, el lodo se pegaba de nuestros hombros. Al lado izquierdo nos saludaba un inmenso
vacío que despertaba la angustia entre los caminantes y viajeros al lado derecho las rocas rodaban, el agua se
internaba en nuestros cabellos y la oscuridad se abría paso para ennegrecer
nuestros delirios.
Las chicharras danzaban a nuestro lado ofreciéndonos
su canto sanador para salir ilesos aquella noche. Al fondo sólo se dibujaban grandes árboles
ensombrecidos, casi invisibles ante la desgarradora oscuridad y en la cima,
seguía colgando el pueblo, tan pequeño, tan lejano. Algunos viajeros prendían
sus lámparas para indicarnos la ruta, otros encendían velas para dar un poco de
calor a nuestras espaldas agobiadas por el frío.
Así renacían algunas tormentas, con la misma fuerza y
seguridad de querer comunicar, con la misma necesidad que tiene la tierra de
estremecerse ante el soplo del amor o la guerra.
De otro lado, era común encontrarse con pequeños hoyos
cavados en las paredes de la montaña, donde descansaban velones encendidos que
respondían al ardor popular. Se decía
que La Virgen cuidaría a los conductores y a los hombres que se vieran presos
de la noche. Estas creencias anunciaban un
mundo de adivinanzas, fuerzas tranquilizadoras para unos y símbolos celestiales
en algún punto de la tierra, para otros.
La vida seguía creciendo entre mis manos como hierba nueva,
descubriendo tiempos, persistiendo tanto; intentando cada cosa, arriesgando
cada abrazo, recordando quizás aquellas imágenes que regresan a nuestra mente cuando estamos ausentes y antes ni
existían; Imágenes que son reencontradas cuando esculcamos en nuestro pasado
sólo para habilitar nuestro presente.
Los días de Marzo y Abril se derramaban uno por uno sobre nuestras
almas.
Hay seres que tienen sus propios precipicios, abismos y tormentas, sólo basta con visitar sus moradas para
advertirlo; no hay que ir a otras
tierras para ver como se derrumba la montaña y cae desgranada sobre los demás.

(flores silvestres, de esas que uno se encuentra a cada paso... el campo nos regala todo esto cada día)
Mis pies ya empezaban a reconocer las calles de aquel
pequeño pueblo, cada acera era apta para el silencio, la cena siempre esperaba
lista en casa, los hombres y las mujeres se reunían en torno a los cuentos, la
danza y la fogata. La frescura del campo
y la neblina bañaban el paisaje, rodando desde las praderas, era como ver un
banco de nubes anclado en un espacio de la inalcanzable tierra.
Recuerdo Anselmo cuando la tardes rozaban la plaza y
la caminata por la calle principal respondía al llamado cotidiano; una de
aquellas veces me detuve, al lado
izquierdo se dibujaba en el horizonte, una pincelada de color rojo fiesta, un color
que se tendía sobre mis desaciertos mientras en el pensamiento quedaban restos
de desolación. Te recordé mucho esta
vez porque en muchas ocasiones también
fuimos testigos de los arreboles, a cada rato el cielo se pintaba de miles de
colores al mismo tiempo y esto nos sorprendía mucho. Estos cambios repentinos y
forjados en el vientre de la naturaleza eran costumbre en este pueblo.
Al
lado derecho el frío había inundando las calles, oscurecía tan rápido que no
podía más que abrirme paso entre el humo blanco. Las nubes bajaban para regalarle un momento
de soledad al cielo y refrescar como otras veces, el cemento y los
acantilados. Y mientras observaba,
degustaba sorbo a sorbo aquella bebida de hierbas aromáticas para calentar mi
vientre.

Algunos lugares nos hacen más frágiles, otros en cambio, nos hacen fuertes y
despiertan en nuestros músculos nuevas sensaciones y delirios
TOMADO DE:
VECINDARIOS
COLOMBIA
(Registrado conforme a la ley)
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