EL COLOR DEL INVIERNO


 


EL COLOR DEL INVIERNO

 

Aquella noche una terrible tempestad nos despertó, los rayos se dibujaron en la mesa de la sala y atravesó la lámpara que estaba allí dispuesta.  Salimos corriendo a una de las habitaciones más pequeñas de la casa, cerramos la puerta y la luz se apagó.

Después de una hora de lluvia intensa, el hombre mayor salió hacia la sala y pidió que nosotros no lo hiciéramos hasta su llamado.  Al final, escuchamos su grito y fuimos corriendo hasta el ventanal, la luz no había vuelto aún; corrió la cortina, abrió la puerta, salimos al antejardín y vimos con desconcierto cientos de pájaros de color naranja, un sol que cubría toda la inmensidad, el fenómeno de floración era nuevo para nuestros ojos y mientras éramos testigos de la transformación de los colores de los árboles a rosa intenso, hacíamos silencio. Era abrumador. Antes de la tempestad las plantas que rodeaban la casa, eran grises y canelas.

El evento duró unos pocos minutos, no podíamos mirarnos unos a otros, teníamos los ojos fijos en este espectáculo de cambios.  El sol se escondió poco a poco y regresó la oscuridad.  Aunque seguíamos desconcertados, nadie podía hablar, la mudez se apoderó del espacio, los pájaros volaron y los árboles soltaron sus flores, hermosas pompas que permearon el suelo.

Seguíamos silenciosos en este escenario de la vida, respiramos profundo y en un intento por aferrarnos al momento, estaba todo tan negro que no nos podíamos ver, en este instante intentamos miramos con un poco de tristeza, no queríamos volver; no tan pronto.

Regresamos al interior de la casa, buscamos asiento en la sala y retomamos nuestro lugar. Al fin, una de las niñas rompió el silencio.  Preguntó a su padre sobre lo que habíamos contemplado hacía unos minutos.  El hombre muy sereno y contemplativo, nos juntó y habló sobre la fuerza de los deseos.

Insistía en que alguna vez habíamos invocado a los espíritus del bien, tal vez de formas disonantes, en espacios alejados los unos de los otros y que, por cosas del amor, los espíritus confabulados decidieron estar de una forma bella e inolvidable para hacer vigilia.

Seguíamos sin comprender.  Nadie sabía sí en realidad esto había sucedido, nadie podía precisarlo, sólo una cosa nos unía y la certeza emotiva de haberlo vivido.

Nunca se volvió a hablar de esto, no era necesario hacerlo, teniendo en cuenta que nadie lo creería.  Prometimos dejar pasar el tiempo para contar esta historia, sólo hablamos entre nosotros, cuando nos encontramos después de un par de años para leer, cantar y tomar café en una noche de un invierno predictivo.

Una cosa quedó clara, el hombre de la casa, nos pidió entrar a aquella habitación no porque tuviera miedo o porque nos quisiera salvar de algo; lo hizo porque no podíamos conocer el origen del encanto y romper la magia.

Después de mucho tiempo, el hombre de tantos inviernos se marchó para siempre, cruzó un arcoíris de verano, pero antes sugirió que era tiempo y decidimos contar la historia.

Aunque no exista en realidad, hay verdades en las bocas de quienes cuentan.


El sendero del búho

Claudia Patricia Arbeláez Henao

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