LAS MIELES DE LA NADA

 



LAS MIELES DE LA NADA

 

A veces me vacío, es necesario tener suficiente espacio para acomodar el color de las rosas, quito peso a mi espíritu indomable para cargar con devoción los recuerdos de las aves parlanchinas en las tardes que cruzan el valle de Alelí. Busco lugares en mi abrigo para resguardar el canto de las grandalas en el tarjetero de mi madre, porque me recuerdan las ciudades que nunca visité, los cuerpos que jamás abracé y las bocas que quedaron signadas en el tiempo.

Me sereno y disfruto mientras contemplo lo efímero porque sé que tal vez no lo veré de nuevo, el colibrí que se posa ligero sobre las flores y su eterno vuelo, memorizo el reflejo de tu luz bajo el agua, la forma del rocío sobre las hojas y la estela de humo que se forma en el cielo.

A veces me entrego al silencio y dejo que el susurro del viento que llega hasta el tendedero me cuente aquellas historias que aún no palpitan en mis noches. Escucho el llamado irrefutable de los lobos que se quedaron después del ocaso, en una edad en la que la infancia era tan clara.

Que nunca me abandone ese derecho divino que me fue dado, ver las cosas no sólo como son sino como el cielo me las entrega para el deleite de mis sentidos.

 

Bebo las mieles de la nada y el silencio que me sorprende, porque con ellas puedo ver cientos de bosques submarinos que entrañan la verdad, la postrera y enmarañada palabra que nace con fulgor, la sabiduría en trenzas de mujeres mayores y su poder de sanación a través de la palabra que se encrespa y es preciso descubrir. Me doy tiempo para comprender la sacralidad en los pasos interminables del volatinero y merecer la adivinación a través de los sueños que albergo.

 

Que nadie profane la chispa que acampa en mis ojos, con la que puedo ver el trasegar de los caminantes, los altares desbordados en leños donde honramos la voz de los ancestros.


El sendero del búho

Claudia Patricia Arbeláez Henao

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