“La geopoesía” como una práctica amorosa debería hacer parte del ritual diario, es la apuesta a una reflexión donde se busca la unidad consigo mismo a través de la lúdica de la palabra, el vínculo con el palpitar de la tierra, la mirada del universo y en mi caso particular, la voz de la Divinidad que se revela en su creación y me conduce a ella.

Este proceso se asemeja a los lazos espirituales y se abre a la Providencia como camino desde el reconocimiento del verbo en su naturaleza inaprehensible pero plena de vida.  La unidad entre la poesía de las montañas y los mares, la cuna donde se mece el origen y el sendero señalado por los maestros, propician la conexión con el mundo inaccesible desde la corporeidad no como fin último y abrazan más bien el cuerpo como puente para llegar a esa epifanía que nos espera cuando se ha cruzado el umbral.

Procurar el contacto físico y sensible con aquello que no se toca, con las cosas inmateriales y aquellas que se aprehenden desde la vivencia interior y las transformaciones vitales, sin duda nos acercan a la fuente de todo poder.

Esta es una invitación al detenimiento, al silencio, el desprendimiento y la entrega del ser humano a los espacios habitados e inhabitados desde la razón y la emoción, ambas como partes fundamentales en el espiral de la existencia.

La geopoesía también navega en los libros, en los cuadernos de historia y geografía, en las cartas de los aventureros, los diarios, las bitácoras con esquejes como testimonio de los caminos, las tarjetas en cartón fino que llegan con las maletas de los viajeros y el devenir de los cartógrafos ceñidos a los sueños de ese mundo inconmensurable que habita tras los mapas de papel.

En los libros siempre hay una voz, un susurro antiguo, un grito de tierras lejanas, alguien que, aunque te antecede y te mira desde lejos, puede decirte algo que enciende tu fuego, la poesía de la tierra en cada una de las páginas que como almohadas acompañan el valor de la utopía.

En los libros viven almas de otras finitudes, restos de gentes que se fueron y dejaron un coro de estrellas para farolear el camino.  Duermen allí, amigos que no conociste y, sin embargo, te revelan secretos. Uno de tantos valores que tiene la palabra en la literatura consiste en que puedes construir recuerdos a partir de los relatos de otras bocas.

Al abrir un libro se mece el respiro de un corazón que se integra al tuyo a pesar de su edad. La palabra que brota como semilla es tinta indeleble, no porque el libro sea indestructible, sino porque los recuerdos pueden ser eternos.

Es un privilegio de algunos hombres andar el mundo deshabitado, ese mismo que ha sido olvidado por otros, pues allí viven los secretos entrañables que pocos pueden descubrir, lugares para habitar aún desde la lejanía.

La geopoesía entonces, reclama la necesidad de no perder el contacto con la realidad, con el mundo sensible; el asombro, la sorpresa frente a la vida sencilla, aquellas regiones que nadie conoce y los pueblos que quedaron atrapados en el tiempo; pide elevar la mirada al cielo, detenerse en los horizontes naranjas, respirar y volver a los llamados de los viejos cuando en silencio se entregaban al anochecer.

Hay otro camino, el más importante y tiene que ver con el arrojo a la geografía interior, la visita a los paisajes insondables que se bifurcan en nuestra casa inmaterial, los remolinos que se hacen en la medida de nuestros vuelos y esos ecos de vida que se desprenden en cada suspiro.


VIAJES ANTES DE CRUZAR LA LAGUNA

 

Aunque no existan, hay verdades en las bocas de quienes cuentan.

 

Escucharlo era siempre como salir de viaje. Solía cerrar los ojos mientras hablaba del gran hogar.  Su voz era plácida, cálida, tan lúcida como envolvente.  Pocos han tenido la posibilidad de escuchar una, como la suya.

 

Hombres somos con la lápida en el cuello desde que la madre nos brota de sus entrañas; regalo y condena ha de ser la vida, pero de la mano verde de los prados, las desafiantes olas que parpadean en la esquiva noche y los paraísos escondidos; este paso lleno de incertidumbre, será el consuelo si caminamos con los pulmones llenos de natura.  Vivir bajo el amparo manifiesto de la tierra, es la posibilidad de hacernos libres.

 

 

-   No te mueras sin visitar la garganta de los infiernos del Valle de Jerte Cáceres, allí tal vez los guerreros han dejado sus armas a incinerar y verás desaparecer las sangres y de ellas brotar la aurora como promesa. 

 

Visita desde el ensueño el bosque encantado de Aldán y conoce su hechizo antes de partir, quizás en uno de sus castillos repose el secreto de los molinos, castaños y abedules y cerca de tu oído reposen para siempre las voces de los primeros.

Despídete sólo cuando hayas contemplado las flores de almendro bajo la lluvia o haber puesto los pies en el lugar donde la nieve se encuentra con el mar, en la costa oeste de mi pueblo.  - Decía.

Y yo, atenta escuchaba los ruegos modelados en sus labios. El maestro sabía que cada lugar retumbaba en las mañanas de muchos seres de fuego, trotamundos por vocación.

Y ¿cómo puedo ir tan lejos, sin salir de casa? – Me preguntaba.

-      No puedes pasar de largo frente a los cardos borriqueros bajo un cielo azul, El "Cerro de las culebras", Coatepeque, El volcán de Santa Ana, “Ilamatepec”, Las selvas tropicales, Izabal; El Cañón del río dulce y escapar sin escuchar el sonido del kora o deshojar con los ojos un sauce llorón; dormir en la morera en Dinosa, cuando el árbol se convierte en fuente y lava las aflicciones de quien la habita.

 

Podrás irte cuando recibas el mensaje que baja de la chorrera de los Litueros y los valles de la tierra de mi hermano o el Salto Ángel más allá de la frontera; los lugares escondidos entre las playas de arena negra, los bosques cocoteros, las Isletas de Granada, el archipiélago Nancital, los puertos de pescadores y aguas tranquilas de los países cercanos.

El agua es la medicina que cura y en su caída está la fuerza que se lleva los dolores; entenderás por qué toda la poesía está contenida en cada sorbo de natura.

 

El único pacto que vale la pena lo harás con el viento, capaz de llevarse cada lamento, elucubración; a veces las cenizas y eso sí, el dolor cuando veas que todo se derrumba.

 

Tomado de: El sendero del búho. 

Claudia Patricia Arbeláez Henao 

 


 





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