Primera parte. De las casas de mi infancia. VECINDARIOS.
Hablar
de las casas de mi infancia me produce gran nostalgia, aunque tenga de ellas
los mejores recuerdos. Cerrar los ojos
me permite viajar, adentrarme en ellas, recorrerlas como si fuera ayer pese al
tiempo que ha pasado; escuchar las voces, ver a los abuelos y reproducir algunas
andanzas que aún permaneces plegadas en el alma.
Las
casas de mi infancia guardan un olor especial; es difícil recordar cada
uno, pero en un intento por revivir mi
niñez, llega el hervor de las legumbres expandiéndose por todo el lugar y desde
luego el olor de la avena caliente con canela.
Tuve
varias casas, una de ellas era grande, con misteriosos zaguanes y pasadizos,
puertas grises y anchas que se cerraban con candados, era la casa de los
abuelos maternos, pero ahora la defino
como la casa del prócer.
La
otra casa será recordada por sus cortinas, la gran ventana que daba a la calle
por donde se veía pasar la vida, los rosales de la abuela y las historias que
quedaron en sus rincones. Era la casa de los abuelos paternos.
La
tercera de ellas era la casa de campo, la casa de todos, de los diferentes
verdes a los cuales mi mamá hacía referencia hace algunos años. Era la casa de
las navidades, del encuentro, las familias, los árboles y los caballos.
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