FRAGMENTOS DE VECINDARIOS
FRAGMENTOS DE VECINDARIOS
Es
hoy la oportunidad precisa para desandar mis pasos, hablar un poco de este
devenir plácido y ondeante que es depositado en nuestras almas desde el primer
momento. Ires y venires, sentires y quereres a los que estamos dispuestos
cuando asumimos esta difícil y maravillosa tarea de vivir.
Es
muy poco lo que puedo decir, sólo puedo
abandonarme a la palabra una vez más, para que me salpique, me amarre y
me libere según el mandato de mi piel, porque así es este acto sublime de
recordar y amar.
Hoy recuerdo cuando el olor a concreto se
escapaba de mis manos, el aroma de la ciudad quedaba adherido a sus edificios,
las grandes calles se resistían a partir y se quedaban ancladas. Parecía
difícil partir, en realidad era la primera vez que lo sentía con tanta
fuerza.
Algunos seres se
escapan, se alejan, se distancian; huyendo sin saber de qué, como si tuvieran
miedo. Otros en cambio andan de aquí
para allá, buscando espacios para la fascinación, dejando atrás viejos sueños.
La
mirada fija, la respiración profunda, el ceño fruncido y las manos recogidas me
insinuaban que un nuevo sendero se abriría ante mis ojos; un camino para
dibujar en mi memoria y de repente el verde ausencia se dejaba descubrir poco a
poco entre árboles y prados. A su vez,
una sensación a olvido se apoderaba de mi garganta y se acomodaba en forma de
puñal abriendo brecha en mi cuerpo.
Estaba
atenta, ahora me hundiría en otras ilusiones y paisajes.
Mi
morral iba cargado de un pasado lleno de dudas y bastaba abrirlo para
comprender que era necesario renacer en cada lugar para no sentirse ajeno, era
preciso abandonarse al mundo.
Ahora lo sé: Algunos
seres se escapan, se alejan, se distancian; huyendo sin saber de qué, como si
tuvieran miedo. Otros en cambio andan de
aquí para allá, buscando espacios para la fascinación, dejando atrás viejos
sueños.
Llegar a mi nueva morada era todo un
ritual, atravesaba caminos angostos, algunos de herradura, saltaba sobre las
piedras, me detenía a saborear los pequeños nacimientos de agua en la montaña,
la brisa se internaba en mis poros, el viento jugaba a elevarlo todo, me sujetaba de las extensas
ramas y la vegetación parecía inagotable. Las aves y sus cantos, los grillos,
las chicharras, el sabor de la noche; todo era mágico.
Poco a poco la
permanente comunión con la naturaleza permitía un sutil desprendimiento del
artificio. Con los días se hizo más liviana mi presencia en la montaña, el
miedo se diluía y comenzaba a recuperar ese aire apacible que creí haber
perdido.
A la orilla del
portal los atados de leña y las canecas de leche esperaban ser recogidas. Todo
eso hizo que recordara de pronto aquella casa de mi infancia, donde nos
reuníamos todos para celebrar la Navidad o simplemente para habitar de paso un
poco la vida.
He decidido volver al pasado, recordar
aquellos pasajes que me conmovieron, las calles que recorrí y los sueños que
albergué en mi pensamiento, por eso te escribo.
Quiero recuperar un poco el tiempo perdido y hablar de esas cosas que
nunca podremos olvidar.
Quiero hablar un tanto de lo que sobreviene
en las tardes que aún no vivimos, caminar sobre las pisadas de la infancia y de
las épocas en que queríamos ser adultos e ignorábamos lo que nos esperaba
cuando creciéramos; recordar los cantos que juntos entonamos pese a las
súplicas del tiempo, dame la oportunidad de escribir y que el eco retumbe en tu
corazón, deja que te confiese mis alegrías y dudas, deja que te cuente.
Los abuelos se han ido, ya no ponen a solear las
vainas y las mazorcas en el corredor, la entrada principal está opacada por el
olvido, el zurriago ya no cuelga en la pared y la montura ha desaparecido. Hace poco vi cómo la tierra había roto el
patio de atrás y afloraba la hierba.
Algunas plantas ya se asomaban por los muros acabando con toda la
historia. Aún quedan restos de adobe y la pequeña y rosada ventana que daba a
la cocina continúa cerrada. Aquel rayo
de luz que la cruzaba desde el techo hasta el fogón de leña al atardecer, se ha
mudado.
La última vez que pisé el corredor vi la imagen del
abuelo paseándose muy cerca, como siempre llevaba un vestido café, con un
sombrero de fieltro y una ruana colgando de su hombro. Pude sentir la voz de la abuela en la cocina
mientras batía el chocolate. Resulta
inevitable despojarnos de aquellos paisajes que se volcaron a nuestro paso
algún día.
Las casas también envejecen cuando se quedan solas y
deshabitadas.
La noche del
veinte se abrió ante mis ojos un cielo inmensamente oscuro, multitudes de
puntos plateados se prendían del infinito, se reunieron en un solo brillo para
traspasar mi soledad. Reconocí que era
un elemento más en un todo cósmico y no podía renunciar al juego de
intercambios a los cuales estaba sujeta durante mi existencia.
También era común
ver pequeños insectos luminosos prendiendo y apagando, formando grandes
colonias, danzando sobre el llano, como si brotaran de la nada. Luces que tapizaban el prado hasta el
fin. El cielo y la tierra se
emparentaban y se confundían en un abrazo; esta vez eran uno solo.
Mientras me
adentraba en las alturas, las chicharras asistían mi travesía nocturna, sus
cantos eran cada vez más intensos y se mecían sobre mis oídos queriéndome
habitar. Aquellos animalitos tenían esa
vieja costumbre, en las afueras de mi pueblo también la tierra y el firmamento
se besan cuando veranean las noches.
¿Sabes Anselmo?
Con el tiempo se va descubriendo que La
tierra en todas partes tiene la misma piel, aunque seamos presos de sentimientos que nos hacen enraizar en
algunos lugares más que en otros.
Bañarme de otros
tiempos era permitido, volver a mis calles a través de imágenes tan serenas era
la fórmula simple para aclarar mis dudas
y sentirme un ser espacial en mundo indefinido.
Allí tras los
destellos de mi ayer y de mi posible
futuro estaba embriagada, absorta y tan pequeña, cuando de pronto un olor a mar
se detuvo frente a mi cara, cerré los ojos y pude ver cómo una ola se levantaba
y refrescaba mi memoria.
En la
mitad de la nueva montaña evocaba la brisa caribeña, la playa y la arena de mi
infancia y de mi vejez:
Como siempre el
horizonte desaparece, el mar se junta con el cielo y en un solo azul, se nos va
la vida. Se siente pequeño en la
altamar, tan indefensos pero tan dueños de todo. El agua quiere devorarnos y nos hundiríamos con
ella de no ser porque la tierra nos espera. Aguas oscuras, claras, verdes,
azules, blancas y a veces grises,
colores más y menos intensos, todos en un mismo océano.
Sentada sobre
las rocas también se ve a lo lejos cómo se esconde el sol, el cielo pincelado
de hondos naranjas y el astro de todos los días cayendo, lentamente
cayendo
Fue una noche de
remembranzas, el perfume de aquel lugar hizo posible mi regreso al mar. El batir de altas ramas y su choque con las
flores que se abrían, hacían que enmudeciera y que el llamado de las olas fuera
más audible que en otros tiempos.
Pasaba los días
sopesando ilusiones, rompiendo la neblina al caminar y viendo desde lejos cómo
se explayaba sobre los altos picos. La
geografía se veía poblada por la blanca nieve, las montañas se dejaban
acariciar una a una por el frío que danzaba formando motas de algodón.
Todas las tardes
recorría las calles sombreadas con el
olor del estiércol, cruzaba charcos resolviendo acertijos y extendiendo mis
brazos para ser encontrada.
¿Recuerdas
Anselmo?, visitar la ciudad era parte del delirio; partir y regresar, regresar y partir. Al llegar de nuevo, mi antiguo parque se
abría para que entrara con la seguridad de ser acogida, me estrechaba fuerte y
a veces me hundía en su calor. Sus
calles eran nuevas, podía reconocer aceras que no había caminado y muros en los
que no había pintado una flor.
Había un tanto de destino en aquello ires y venires;
el campo, la ciudad, el afán, las búsquedas, las pérdidas, los olvidos, la
paz. Los dolores y las alegrías, la
huida y el retorno, encontrarnos y beber algo que nos hiciera alivianar las
cargas, hablar de poesía, cantar siguiendo los pasos de tantos trovadores. Todo aquello que suponía una partida y una
llegada, se hacía cotidiano y así como la ciudad me abría paso, la nueva
montaña se levantaba ante mis ojos para ser contemplada.
Siempre había
algo de bullicio, polución, estruendo y
prisa que se venían atascados en mis pantalones y aunque muchas personas se
rehusaban a estar impregnados de ciudad, yo no podía olvidar los andenes y
palacios de las que quedaban atrás.
De
todos modos sabía que habitar otras tierras era una pequeña manera de ser
libre, libre para volar, caminar, libre para aferrarme a otro lecho, para
regresar o para no sentirme lejos.
Anselmo, aquí hay tiempo para todo, para hablar de lo
posible y de lo que aún no ha pasado por la memoria del hombre, tiempo para
hablar de las carencias, las abundancias y las dejaciones, de los miedos y de
las alegrías, de los mitos y las mil y una formas de amar y aproximarse al
otro, a la piel vecina y a la de los objetos; tiempo para hablar de la lucha,
el desprendimiento, la libertad y el territorio.
Quiero referirme
a los objetos, a la forma como nos acercamos a la arcilla, a la arena con la
que construimos castillos, al vidrio, a la cera y a la madera fina. Hay tiempo para hablar del aserrín, del
carbón, de la leña fresca, de todo lo que se toca y nos toca, las cárceles que
nos han tenido presos y los cielos que nos han visto libres.
Estoy aquí para
tomar conciencia de esta historia, vengo para suspenderme y recrearme en las
diferentes formas, desplazarme por curvas, rectas y superficies, puedo saborear
cada cosa gracias a la fuerza de la imaginación y al poder del recuerdo.
Ahora más que nunca logro disfrutar de las texturas,
los olores que habitan los espacios de mi casa, haciendo que disponga un lugar
perfecto para cada uno de aquellos cuerpos finitos. He aquí una forma de reivindicarme con una
gota de memoria material que se propaga a través del tiempo. Me reconozco en todos los elementos que me
acompañaron un día aún sin verlos, porque la memoria me lo permite; con ellos
vienen canciones, momentos, juegos y caminos de cada época. Así desde la ausencia puedo definirlos,
bautizarlos según su naturaleza y depositar en ellos un respiro.
Cuando esto
ocurre, cuando logramos adentrarnos en los objetos, se abre la oportunidad de
verter nuestras remembranzas en la redondez, calor, color, origen, fin,
profundidad de los elementos que se
disponen para ser
utilizados a lo largo y ancho de nuestra vida.
Es maravilloso
poder trascender los objetos, ellos evocan pedazos de nuestras vidas, de
nuestros pasados y predicen nuestras historias
y encantamientos. Esto de encontrar el espíritu de las cosas tiene una
razón de ser.
Asimismo,
respirar diversos aires permite que el hombre reconozca un mundo de dimensiones
y sabores, que se reafirme en su
condición humana, que esté más dispuesto al disfrute que le proporciona lo
tangible y se prepare para contemplar lo que se pone ante él, aceptar las
emociones que estimulan su centro creativo y dar rienda suelta a la imaginación.
Después
de todo, recurrir a las palabras es el mejor camino para atraer nuevas o viejas
compañías, tal vez porque las palabras sirven para conectar pieles, espacios y
navegar en ellos. Hablar de lo
irreconocido, de esas cosas que sólo se dejan ver desde la ausencia, es todo un
placer. Las palabras pueden justificar
las noches de sirenas y eclipses, los días estériles y fecundos; además ayudan
a soportar la ausencia, el dolor y la desidia.
Las palabras se encuentran trepando muros, acariciando prados o subiendo
volcanes. Se esconden, se ensanchan
según su condición y perversión. Sirven
para enmendar las promesas rotas, alivianar la carga, explorar y vencer.
A
través de la palabra el alma se aligera
tomado de: VECINDARIOS
(Registrado conforme a la ley)
(Registrado conforme a la ley)
Claudia Patricia Arbeláez Henao
escribes bello
ResponderEliminarMil gracias, gracias por regalarme tu valioso tiempo, ese que has dedicado a estas sencillas líneas y gracias por tu comentario.
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